domingo, 25 de octubre de 2020

Loreto, madre de las Californias





 











Por Miguel León Portilla *

Fotos de Lidia Campos

Después de más de 150 años de fracasados intentos por penetrar en California, un pequeño grupo de europeos y gentes de la Nueva España arribó el 19 de octubre de 1697 a un lugar situado en 26 grados de latitud norte, nombrado Conchó en lengua indígena. Seis días después, el 25, entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, hasta hoy venerada ahí, comenzó a existir la misión que ostenta tal nombre, madre de cuantas se fundaron en las Californias. Quien encabezaba ese grupo, el jesuita Juan María de Salvatierra había tenido que vencer grandes dificultades hasta hacer realidad lo que entonces contemplaba. Casi una obsesión fue para él la idea de acercarse a los indios californios. Su amigo, el celebre misionero del gran noroeste mexicano, Eusebio Francisco Kino, compartía la misma obsesión.

Hubo que gestionar licencias de sus superiores religiosos y del Virrey de Nueva España y buscar benefactores. Se requerían tantas cosas para establecer misiones en esa tierra que se creía era una gran isla. Al fin, ya a comienzos de octubre de 1697, cerca de la desembocadura del Yaqui en Sonora, Salvatierra disponía de dos embarcaciones en las que cargó las provisiones que alcanzó a reunir. En ellas iban a viajar sus pocos pero atrevidos acompañantes. Kino debía ser uno de ellos. Una rebelión de indígenas en el norte de Sonora impidió en el último momento que lo hiciera. Kino hubo de permanecer allí para ayudar en la pacificación de los alzados.

Ya en California, unas pocas semanas después de establecida la misión de Loreto, en la soledad de su choza de bareque, Salvatierra, abrumado de trabajo, quiso dejar testimonio de lo que estaba ocurriendo en ese rincón del Nuevo Mundo. Escribió entonces cuatro cartas, de los que podría decirse son los documentos fundacionales de Loreto. Sendas cartas dirigió al Virrey y a la Virreina, otra a su colega Juan de Ugarte, la más rica en información, así como una relativamente breve a quien con generosidad había apoyado la empresa, el queretano Juan Caballero y Ocio.

Las cuatro cartas incluyen testimonios de grande interés. Para valorar lo que significó el asentamiento en California de ese grupo de hombres encabezados por Salvatierra, habría que recordar una larga y fascinante historia. Aquí sólo evocaré lo más sobresaliente de este pasado que culminó con la epopeya y a la vez tragedia de un encuentro, una vez más asimétrico, entre amerindios y hombres procedentes del Viejo Mundo.

Epopeya fue el proceso que desencadenó el jesuita Juan María de Salvatierra, al fundar ese día la misión de Nuestra Señora de Loreto en las costas del golfo de California, frente a la Isla del Carmen. Fue epopeya porque esos cuantos hombres, Salvatierra, oriundo de Milán, un español, un portugués, un mexicano, un maltés, un siciliano, un mulato peruano y tres indios de las misiones del “macizo continental” emprendieron entonces en son de paz la introducción del cristianismo y la enseñanza a los nativos “californios”, entre otras cosas, de la agricultura que les proporcionaría una dieta más rica y variada.

A ello le siguió la fundación de pueblos que son antecedentes de poblaciones como La Paz, San José del Comondú, Todos Santos, San José del Cabo, San Ignacio y otros más. Logros importantes, en un ámbito geográfico muy difícil, alcanzaron los jesuitas. En la península trabajaron de forma pacífica, durante sólo siete décadas, hasta que en febrero de 1768 les llegó la orden de su expulsión dispuesta por Carlos III.

La misión de Loreto mantuvo, a pesar de todo, su importancia. Desde ella en 1769 salió el célebre fray Junípero Serra -en tanto que otras habían avanzado por mar- con rumbo al puerto de San Diego donde se fundó la primera misión de la Alta California. Loreto continuó irradiando su influencia a través de los frailes franciscanos y también de los dominicos.

Los franciscanos -que por algún tiempo continuaron recibiendo auxilios desde Loreto- crearon una cadena de misiones hasta llegar a los puertos de Monterrey y San Francisco. Los dominicos llenaron el vacío entre la fue la misión más norteña establecida por los jesuitas y el puerto de San Diego. Sus misiones fueron las más septentrionales en el ámbito de la California peninsular, el largo brazo de tierra que México conservó después de la guerra con los Estados Unidos hace un siglo y medio, en 1847-1848.

Pero si esta historia reviste visos de epopeya, también los tiene de tragedia. Ella puede recordarse en pocas palabras. La relación asimétrica con los nativos californios trajo consigo una alarmante disminución demográfica que, en pocos años, culminó con su casi desaparición. Y ésta no se debió a la explotación del trabajo de los indios como había ocurrido en las Islas del Caribe. Tampoco provino de los enfrentamientos bélicos, que hubo pocos y de escasa magnitud. Las causas deben identificarse sobre todo en las epidemias que se dejaron sentir entre los indios de enfermedades que antes desconocían.

No fueron precisamente los misioneros los que las propagaron, sino otras gentes provenientes del macizo continental -marineros, soldadores, mineros y aventureros- y también quienes desembarcaban venidos de las Filipinas. Los famosos galeones tocaban regularmente San José del Cabo y era ese puerto desde donde se difundían principalmente los males, el tifo, la viruela, la sífilis.

Factor que también contribuyó a la dramática disminución de los nativos californios fue la imposición de un régimen de vida totalmente diferente de aquel que, por milenios, habían tenido. Los jesuitas -si se quiere, con la mejor de las intenciones- los congregaban en sus misiones y allí, además de cristianizarlos, los hacían distribuir su tiempo literalmente a toque de campana: levantarse a una hora determinada, acudir a misa, desayunar, salir al campo a labrar la tierra, en tanto que las mujeres aprendían a hilar, tejer y cocinar, hasta que la campana, después de resonar otras muchas veces, volvía a oírse cuando llegaba el momento fijado para acostarse. Los indios, que habían conocido la libertad de su vida seminómada de recolectores, cazadores y pescadores, se vieron abrumados por esa imposición. Su existencia cambiaba de súbito y radicalmente. Esto y las epidemias fueron causa de que la epopeya jesuítica fuera a la vez para los indios una trágica experiencia.

Alabar o condenar aquí lo que entonces ocurrió no compete al historiador. Este no debe convertirse en juez, más cuando se halla en un tiempo y un contexto muy diferentes. Lo ocurrido, además de irreversible, sucedió sin que fuera necesariamente imputable a propósitos aviesos. Los jesuitas trataron de evitar o atenuar las epidemias. El régimen de vida al que sometieron a los indios les parecía el más adecuado para hacer posible su cristianización y mejoramiento en materias como la introducción de la agricultura, antes desconocida allí.

Epopeya y tragedia, esta es la historia a la que dio comienzo en octubre de 1697 el milanés, de padre español, Juan María de Salvatierra. Otros jesuitas, así como más tarde franciscanos y dominicos, prosiguieron extendiendo hacia el norte la que se llamó la “orilla de la cristiandad”.

Aludiré sólo a lo alcanzado por los franciscanos en tierras mucho más promisorias de la Alta California, guiados por fray Junípero hasta su muerte en 1784. El cordón formado por más de veinte misiones, habría de constituir el gran baluarte de la última expansión hispana en el septentrión del Nuevo Mundo. Reconociendo como en el caso de la península, que lo alcanzado llegó a tener en varios aspectos timbres de epopeya, fuerza es afirmar también que las epidemias de padecimientos antes desconocidos por los indígenas y el trastocamiento de su cultura, trajeron consigo su gran declinación demográfica. Desde este punto de vista debe hablarse asimismo de tragedia.

La importante misión del Carmelo, fundada en 1770 por el padre Serra, con el presidio o fuerte establecido en el puerto de Monterrey por Gaspar de Portolá, en muy poco tiempo albergarían una nueva capital californiana. Ello ocurrió en 1776, cuando el capitán Felipe de Neve, fijó allí su residencia como gobernador de las Californias.

La misión madre de las Californias, cayó en franca decadencia debido a una serie de adversidades. Su población continuó reduciéndose. Entrado ya el siglo XIX, huracanes y temblores la afligieron todavía más. Por otra parte, el hecho de que en el puerto de La Paz se estableciere una población permanente, trajo consigo que la capital de la Baja California se trasladara en 1829 a ese lugar.

Pareció entonces que la antigua misión, presidio y puerto de Loreto iban a quedar para siempre en el más completo olvido. La importancia que había alcanzado Loreto, sobre todo en el periodo jesuítico, sus carácter de punto de partida para el avance hacia la Alta California sólo podrían ya conocerse investigando pacientemente en los archivos. La historia, sin embargo, puede dar lugar a muchas sorpresas.

El primer paso en la moderna recuperación de Loreto fue el establecimiento allí de la cabecera de la Delegación de Comondú en el llamado entonces territorio de Baja California Sur. Al constituirse ya en 1974 en Estado dentro de la Federación mexicana y al quedar vinculado a otras muchas poblaciones gracias a la carretera transpeninsular, se encendió una luz de esperanza.

Hoy Loreto, sede de las autoridades del municipio que ostenta el mismo nombre, se ha convertido en atractivos centro turístico con grandes hoteles y otras instalaciones. La conciencia de su rica herencia de historia y cultura le confiere prestigio y lo vuelve aún más atrayente. El edificio de la antigua misión y el museo adjunto muestran algo de ese legado. Su entorno natural, oasis a la orilla del mar de Cortés, con los cercanos Nopoló, Puerto Escondido, la Isla del Carmen y la de Coronados, hacen del moderno Loreto un pequeño Shangri La. A trescientos años de su fundación (323 años), quienes viven en Loreto y quienes lo visitan pueden apreciar cómo historia, cultura y naturaleza, entrelazándose, vuelven más placentera e interesante la vida.

 

*Texto escrito por el historiador Miguel León Portilla a propósito de los 300 años de la fundación de Loreto

 

 


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