Por Miguel León Portilla *
Fotos de Lidia Campos
Después de más de 150 años de fracasados intentos por penetrar en California, un pequeño grupo de europeos y gentes de la Nueva España arribó el 19 de octubre de 1697 a un lugar situado en 26 grados de latitud norte, nombrado Conchó en lengua indígena. Seis días después, el 25, entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, hasta hoy venerada ahí, comenzó a existir la misión que ostenta tal nombre, madre de cuantas se fundaron en las Californias. Quien encabezaba ese grupo, el jesuita Juan María de Salvatierra había tenido que vencer grandes dificultades hasta hacer realidad lo que entonces contemplaba. Casi una obsesión fue para él la idea de acercarse a los indios californios. Su amigo, el celebre misionero del gran noroeste mexicano, Eusebio Francisco Kino, compartía la misma obsesión.
Hubo que gestionar licencias de sus superiores
religiosos y del Virrey de Nueva España y buscar benefactores. Se requerían tantas
cosas para establecer misiones en esa tierra que se creía era una gran isla. Al
fin, ya a comienzos de octubre de 1697, cerca de la desembocadura del Yaqui en
Sonora, Salvatierra disponía de dos embarcaciones en las que cargó las
provisiones que alcanzó a reunir. En ellas iban a viajar sus pocos pero
atrevidos acompañantes. Kino debía ser uno de ellos. Una rebelión de indígenas
en el norte de Sonora impidió en el último momento que lo hiciera. Kino hubo de
permanecer allí para ayudar en la pacificación de los alzados.
Ya en California, unas pocas semanas después
de establecida la misión de Loreto, en la soledad de su choza de bareque,
Salvatierra, abrumado de trabajo, quiso dejar testimonio de lo que estaba
ocurriendo en ese rincón del Nuevo Mundo. Escribió entonces cuatro cartas, de
los que podría decirse son los documentos fundacionales de Loreto. Sendas
cartas dirigió al Virrey y a la Virreina, otra a su colega Juan de Ugarte, la
más rica en información, así como una relativamente breve a quien con
generosidad había apoyado la empresa, el queretano Juan Caballero y Ocio.
Las cuatro cartas incluyen testimonios de
grande interés. Para valorar lo que significó el asentamiento en California de
ese grupo de hombres encabezados por Salvatierra, habría que recordar una larga
y fascinante historia. Aquí sólo evocaré lo más sobresaliente de este pasado
que culminó con la epopeya y a la vez tragedia de un encuentro, una vez más
asimétrico, entre amerindios y hombres procedentes del Viejo Mundo.
Epopeya fue el proceso que desencadenó el
jesuita Juan María de Salvatierra, al fundar ese día la misión de Nuestra
Señora de Loreto en las costas del golfo de California, frente a la Isla del
Carmen. Fue epopeya porque esos cuantos hombres, Salvatierra, oriundo de Milán,
un español, un portugués, un mexicano, un maltés, un siciliano, un mulato
peruano y tres indios de las misiones del “macizo continental” emprendieron
entonces en son de paz la introducción del cristianismo y la enseñanza a los
nativos “californios”, entre otras cosas, de la agricultura que les
proporcionaría una dieta más rica y variada.
A ello le siguió la fundación de pueblos que
son antecedentes de poblaciones como La Paz, San José del Comondú, Todos
Santos, San José del Cabo, San Ignacio y otros más. Logros importantes, en un
ámbito geográfico muy difícil, alcanzaron los jesuitas. En la península
trabajaron de forma pacífica, durante sólo siete décadas, hasta que en febrero
de 1768 les llegó la orden de su expulsión dispuesta por Carlos III.
La misión de Loreto mantuvo, a pesar de
todo, su importancia. Desde ella en 1769 salió el célebre fray Junípero Serra
-en tanto que otras habían avanzado por mar- con rumbo al puerto de San Diego
donde se fundó la primera misión de la Alta California. Loreto continuó
irradiando su influencia a través de los frailes franciscanos y también de los
dominicos.
Los franciscanos -que por algún tiempo
continuaron recibiendo auxilios desde Loreto- crearon una cadena de misiones
hasta llegar a los puertos de Monterrey y San Francisco. Los dominicos llenaron
el vacío entre la fue la misión más norteña establecida por los jesuitas y el
puerto de San Diego. Sus misiones fueron las más septentrionales en el ámbito
de la California peninsular, el largo brazo de tierra que México conservó
después de la guerra con los Estados Unidos hace un siglo y medio, en
1847-1848.
Pero si esta historia reviste visos de
epopeya, también los tiene de tragedia. Ella puede recordarse en pocas
palabras. La relación asimétrica con los nativos californios trajo consigo una
alarmante disminución demográfica que, en pocos años, culminó con su casi
desaparición. Y ésta no se debió a la explotación del trabajo de los indios
como había ocurrido en las Islas del Caribe. Tampoco provino de los enfrentamientos
bélicos, que hubo pocos y de escasa magnitud. Las causas deben identificarse
sobre todo en las epidemias que se dejaron sentir entre los indios de
enfermedades que antes desconocían.
No fueron precisamente los misioneros los
que las propagaron, sino otras gentes provenientes del macizo continental
-marineros, soldadores, mineros y aventureros- y también quienes desembarcaban
venidos de las Filipinas. Los famosos galeones tocaban regularmente San José
del Cabo y era ese puerto desde donde se difundían principalmente los males, el
tifo, la viruela, la sífilis.
Factor que también contribuyó a la dramática
disminución de los nativos californios fue la imposición de un régimen de vida
totalmente diferente de aquel que, por milenios, habían tenido. Los jesuitas
-si se quiere, con la mejor de las intenciones- los congregaban en sus misiones
y allí, además de cristianizarlos, los hacían distribuir su tiempo literalmente
a toque de campana: levantarse a una hora determinada, acudir a misa,
desayunar, salir al campo a labrar la tierra, en tanto que las mujeres
aprendían a hilar, tejer y cocinar, hasta que la campana, después de resonar
otras muchas veces, volvía a oírse cuando llegaba el momento fijado para
acostarse. Los indios, que habían conocido la libertad de su vida seminómada de
recolectores, cazadores y pescadores, se vieron abrumados por esa imposición.
Su existencia cambiaba de súbito y radicalmente. Esto y las epidemias fueron
causa de que la epopeya jesuítica fuera a la vez para los indios una trágica
experiencia.
Alabar o condenar aquí lo que entonces
ocurrió no compete al historiador. Este no debe convertirse en juez, más cuando
se halla en un tiempo y un contexto muy diferentes. Lo ocurrido, además de
irreversible, sucedió sin que fuera necesariamente imputable a propósitos
aviesos. Los jesuitas trataron de evitar o atenuar las epidemias. El régimen de
vida al que sometieron a los indios les parecía el más adecuado para hacer
posible su cristianización y mejoramiento en materias como la introducción de
la agricultura, antes desconocida allí.
Epopeya y tragedia, esta es la historia a la
que dio comienzo en octubre de 1697 el milanés, de padre español, Juan María de
Salvatierra. Otros jesuitas, así como más tarde franciscanos y dominicos,
prosiguieron extendiendo hacia el norte la que se llamó la “orilla de la
cristiandad”.
Aludiré sólo a lo alcanzado por los
franciscanos en tierras mucho más promisorias de la Alta California, guiados
por fray Junípero hasta su muerte en 1784. El cordón formado por más de veinte
misiones, habría de constituir el gran baluarte de la última expansión hispana
en el septentrión del Nuevo Mundo. Reconociendo como en el caso de la
península, que lo alcanzado llegó a tener en varios aspectos timbres de
epopeya, fuerza es afirmar también que las epidemias de padecimientos antes
desconocidos por los indígenas y el trastocamiento de su cultura, trajeron
consigo su gran declinación demográfica. Desde este punto de vista debe
hablarse asimismo de tragedia.
La importante misión del Carmelo, fundada en
1770 por el padre Serra, con el presidio o fuerte establecido en el puerto de
Monterrey por Gaspar de Portolá, en muy poco tiempo albergarían una nueva
capital californiana. Ello ocurrió en 1776, cuando el capitán Felipe de Neve,
fijó allí su residencia como gobernador de las Californias.
La misión madre de las Californias, cayó en
franca decadencia debido a una serie de adversidades. Su población continuó
reduciéndose. Entrado ya el siglo XIX, huracanes y temblores la afligieron
todavía más. Por otra parte, el hecho de que en el puerto de La Paz se
estableciere una población permanente, trajo consigo que la capital de la Baja
California se trasladara en 1829 a ese lugar.
Pareció entonces que la antigua misión, presidio
y puerto de Loreto iban a quedar para siempre en el más completo olvido. La
importancia que había alcanzado Loreto, sobre todo en el periodo jesuítico, sus
carácter de punto de partida para el avance hacia la Alta California sólo
podrían ya conocerse investigando pacientemente en los archivos. La historia,
sin embargo, puede dar lugar a muchas sorpresas.
El primer paso en la moderna recuperación de
Loreto fue el establecimiento allí de la cabecera de la Delegación de Comondú
en el llamado entonces territorio de Baja California Sur. Al constituirse ya en
1974 en Estado dentro de la Federación mexicana y al quedar vinculado a otras
muchas poblaciones gracias a la carretera transpeninsular, se encendió una luz
de esperanza.
Hoy Loreto, sede de las autoridades del
municipio que ostenta el mismo nombre, se ha convertido en atractivos centro
turístico con grandes hoteles y otras instalaciones. La conciencia de su rica
herencia de historia y cultura le confiere prestigio y lo vuelve aún más
atrayente. El edificio de la antigua misión y el museo adjunto muestran algo de
ese legado. Su entorno natural, oasis a la orilla del mar de Cortés, con los
cercanos Nopoló, Puerto Escondido, la Isla del Carmen y la de Coronados, hacen
del moderno Loreto un pequeño Shangri La. A trescientos años de su fundación
(323 años), quienes viven en Loreto y quienes lo visitan pueden apreciar cómo
historia, cultura y naturaleza, entrelazándose, vuelven más placentera e
interesante la vida.
*Texto escrito por el historiador Miguel León
Portilla a propósito de los 300 años de la fundación de Loreto
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